Rufina Cambaceres: la hija de

Rufina Cambaceres no es solamente el personaje fundamental de Rvfina. Es la protagonista de una leyenda que trasciende épocas y llega al siglo veintiuno con la misma fuerza que nació ese 31 de mayo de 1902 trágico donde se produjo el episodio central de la historia. Sin este elemento mitológico, no existiría este libro.

La muerte de Rufina Cambaceres.

Esa es la fuente de la fascinación, del interés persistente de generaciones de argentinos que oyeron alguna vez el macabro relato. Es esa estatua en el cementerio de Recoleta el símbolo más representativo de una historia verídica que comenzó con un triste suceso, y que se fue transformando a lo largo de los años en la leyenda más popular de Buenos Aires.

La tradición oral porteña ha transmitido un mensaje fascinante, maravilloso, cautivante; que sobrevive al paso del tiempo, pero que también resulta confuso, contradictorio, inconsistente. Es natural y propio de cualquier oidor curioso, pretender precisiones. La búsqueda de la verdad. La necesidad de saber. He aquí el primer contacto del individuo con la disfunción entre leyenda y realidad. Las preguntas son inevitables: ¿fue realmente así? ¿Es posible que esto haya ocurrido? ¿Pudo haber sido esa mujer tan malvada? ¿Cuán factible es que algo tan inverosímil haya pasado?

Rufina Eugenia Cambaceres fue engendrada en Buenos Aires hacia fines de septiembre de 1882. Sus padres, Eugenio Cambaceres y Luisa Bacichi, partieron hacia Europa en los últimos días de octubre. Durante el viaje, Luisa sufrió los primeros síntomas de embarazo. El 22 de noviembre se establecieron en París. Alquilaron un piso en el 62 del Boulevard de Courcelles, en pleno centro parisino, con todas las comodidades. El edificio de departamentos era nuevo, había sido construido en 1881. Tenían como vecino a Victorien Sardou, el reconocido dramaturgo francés, con quien Eugenio solía entablar conversaciones apasionadas sobre literatura, teatro y ópera. Sardou le hablaba mucho de Sarah Bernhardt, su amiga más célebre.

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Frente del edificio donde nació Rufina Cambaceres, en el 62 del Boulevard de Courcelles.

Eugenio estaba eufórico con el advenimiento de su primogénito. Aunque no hizo pública la gran noticia, necesitaba comunicarlo. Tal vez por cautela, apenas si se insinúa en una carta a su amigo Miguel Cané:

“Medio se me ha empantanado mi compañera enfermándose hasta impedirle la enfermedad ponerse en viaje inmediatamente, aunque parece que no es cosa de mayor cuidado.”

             En la misma misiva no puede contener su enamoramiento, tan impropio en el más famoso de los dandys argentinos:

“Es buena, cariñosa y fiel, hasta lo hondo. Suave como una badana, fiel como un pichicho, mansa como un guacho criado en las casa, buena, cariñosa, sensata, económica, es un dechado de virtudes domésticas, un modelo acabado de perfecciones.”

             El año de 1883 se inició con plenitud para Eugenio. Los médicos lo daban prácticamente sanado de la tuberculosis. La que no gozaba de la mejor salud era Luisa, que cargaba con un embarazo insalubre. Debía permanecer la mayor parte del tiempo en reposo. Por entonces, ella contaba con apenas 27 años, doce menos que su futuro marido. Pasaban juntos todo el tiempo. Él la asistía a ella en todas las necesidades y también en todos sus caprichos de embarazada. Eugenio encontraba en Luisa la mujer perfecta. Lo que más valoraba de ella era el sostén anímico que para él significaba. Siempre había tenido la imagen de hombre fuerte, invencible; pero en el fondo, era inestable, inseguro y algo depresivo. Ella estaba allí para ayudarlo a vencer los miedos, la incertidumbre y la enfermedad. Más que amantes, eran excelentes compañeros. Se complementaban a la perfección y tenían una convivencia ideal, sin discusiones ni peleas. Compartían los mismos intereses. Los apasionaba el arte, sobre todo la música.

En abril, Luisa mejoró su salud y entonces pudieron viajar hasta Niza, en donde se quedaron hasta fines de mayo. Cuando la fecha probable de parto se acercaba, volvieron a París, para dar a luz al primogénito.

Durante la madrugada del jueves 31 de mayo comenzaron las contracciones, y alrededor de las 10 de la mañana, llegó al mundo la primogénita: Rufina Eugenia Cambaceres. El acontecimiento se produjo en el departamento que los padres de la criatura habían alquilado en París. El 2 de junio denuncian el nacimiento en el registro civil del Distrito 17. No les permitieron nombrarla Rufina, y fue entonces inscripta simplemente como Eugénie. Firman como testigos los tíos de Eugenio: Federico Álvarez de Toledo y Romualdo Alais. Luisa, coqueta, declara tener dos años menos de los que realmente tenía.

Nacimiento Rufina Cambacérès
Acta de nacimiento de Eugénie Cambacérès.

La familia Cambaceres volvió a Buenos Aires en julio de 1884. Rufinita tenía un año y un mes de vida. La niñera seleccionada se llamaba María Laborde, era francesa, tenía cuarenta años, era delicada, instruida y les inspiraba a los padres la mayor confianza. María o Marie —como la llamaban Eugenio y Luisa— era una mujer de clase media, bien educada, hablaba varios idiomas, era muy elegante, alta y aunque hablara poco, de fuerte carácter. Siempre había cuidado niños, pero nunca una tan hermosa. Desde el primer momento que vio a la niña, supo que sería como si fuese una hija de sangre. La adoró de inmediato, y la beba enseguida la reconoció como su segunda madre. En sus brazos nunca lloraba, salvo que tuviese hambre. Le cantaba nanas en francés o en italiano. Sobre el puente de Avignon era ahora Sur le pont d’Avignon y Mambrú se fue a la guerra mutó a Malbrough s’en va-t-en guerre. Eugenio y Luisa se esmeraban en ser cordiales con ella para que se sintiera cómoda y para que formara parte de la familia.

Por aquel tiempo debieron bautizar a Eugénie como Rufina Eugenia. Probablemente haya sido en la Iglesia de San Miguel.

Niña

En septiembre del ’84 se publicó Música sentimental, el segundo volumen de los Silbidos de un vago. Otra vez se produjo una gran controversia, y también excelentes ventas. La nueva producción literaria del autor desconocido reavivó la indignación generalizada de los literatos envidiosos, que propusieron nuevas justificaciones para desvalorizar la obra de Eugenio. Inesperadamente, el principal estandarte de esa corriente moralista era Miguel Cané. En una carta fechada el 24 de diciembre de 1883 que le envió a su colega oriental, Eugenio se limitó a recomendarle que “escriba romances y haga naturalismo”. De a poco, su amistad con Cané iría decayendo. Le constaba que se refería a Luisa como “esa contralto cualquiera”, cuando tertuliaba con sus compañeros de profesión. Se iban sumando los enemigos y cada día tenían menos amigos. Se aislaban entonces dentro del palacete de Barracas o en la estancia El Quemado, de General Alvear, y cuando no, se escapaban a Europa.

Cuando las repercusiones escandalosas generadas por los libros se aplacaban, la familia Cambaceres salía del encierro. La pareja dejaba a Rufinita con la niñera y disfrutaban de cuanto evento cultural hubiese en la ciudad. Iban a los mejores restaurantes, se hospedaban algunas noches en hoteles de nivel, le compraban infinidad de regalos a su hijita, adornaban la casa con las pinturas de los artistas plásticos más vanguardistas, se daban la gran vida, sin escatimar en gastos.

Después del éxito rotundo de Sin rumbo, la obra magna del naturalismo nacional, Eugenio comenzó a escribir su siguiente novela. Para su nueva producción, el escritor del momento contó con una colaboradora notable: su hija. Él se sentaba al escritorio, siempre atiborrado de borradores, libros, diccionarios, secante, papel de carta, manchas de tinta y cáscaras de mandarina o banana. La criaturita se ocupaba de ir ordenando, mientras su padre sufría para escribir. Por momentos, la niña se lo quedaba mirando, sin que él lo advirtiera. Y si ya no había nada que ordenar, recibía ejercicios que no demoraba en completar con asombrosa facilidad. Antes de cumplir cuatro, la niña ya sabía leer y escribir. Se expresaba llamativamente bien y pronunciaba las palabras como si fuera bastante mayor. Luisa había inaugurado un cuaderno donde anotaba todos los progresos de Rufinita, que demostraba tesón para el aprendizaje y respondía muy motivada a la estimulación de sus padres. Había veces que la rubiecita se divertía imitando a papá. Copiaba el modo en que utilizaba la pluma, las muecas raras que hacía en los momentos de mayor concentración, los ademanes que acompañaban las personificaciones que hacía de los diálogos que escribía, y hasta repetía en voz casi inaudible las palabrotas que pronunciaba en francés. Un día Eugenio se percató de la parodia silenciosa de la pequeña, y se la quedó mirando. Le hacía morisquetas, y su primogénita lo emulaba con una gran dificultad para contener la risa. Se sacaban la lengua, él le hacía cosquillas, ella se mofaba de sus expresiones más serias. Esas escenas domésticas quedarían grabadas en la memoria de Rufina como uno de los recuerdos más frescos de su infancia.

Si bien Eugenio Cambaceres contaba con la enemistad de la mayoría de los medios de prensa, existían algunas publicaciones que lo defendían. Eran las de un mayor espíritu progresista, como El Mosquito, Sud-América o El Nacional. Precisamente en su edición del 11 de septiembre de 1886 del periódico Sud-América se publica un artículo sobre un pequeño incidente de salud que sufrió Rufina:

“El Sr. Eugenio Cambaceres ha tenido un mal susto con la enfermedad de su hijita, una preciosa criatura de cuatro años, rubia y rosada como un ángel.

            Esta niña sufre un ligero catarro bronquial, por lo que sus padres la habían hecho retener en camita, constituyéndose en enfermeros, sin abandonarla un solo instante.

            Anoche a las 2 a.m. un sirviente del Sr. Cambaceres llegó muy apurado al Hospital Militar, preguntando por el médico de servicio o el practicante de guardia. Como se sabe, la quinta de Cambaceres está ocupada por el Hospital, quedando independiente la preciosa casa en que vive el dueño, y la parte de la barranca que dá entrada el chalet. Como no había médico en aquel momento, acudió el practicante Sr. Lina que fué recibido por el Sr. Cambaceres con la amabilidad exquisita del autor de Sin rumbo.

            Una vez al lado de la enfermita, el practicante no pudo sustraerse a la impresión causada por el ansia retratada en el rostro de los padres, siéndole necesario un gran esfuerzo de voluntad para hacer un exámen sereno de la paciente. Felizmente todo no pasaba de una simple bronquitis, que había manifestado uno de sus fenómenos característicos, la tos, en un acceso bastante violento, hasta el extremo de hacer creer a su padre que se trataba de un caso de tos convulsa. Después del examen, el practicante aclaró la situación de la niña, asegurando que no había motivo alguno para intranquilizarse. Entonces se produjo una de esas escenas tan comunes, en las que un padre ve volver a la vida el único aliciente que lo retiene a ella: su hija.

            Eugenio Cambaceres no tiene más hijos que su preciosa niña. Con razón le dedica todo su amor, y su vida, porque la criatura entretiene sus ratos de ocio; aquellos que no dedica a la confección de sus libros, en una gran parte del día. Después de dejar completamente calmada a la enferma, el practicante quiso retirarse, recibiéndo del dueño de casa todas las atenciones que sabe prodigar un hombre de mundo como el Sr. Cambaceres.

            Deseamos que la pequeña paciente vuelva muy pronto a su floreciente salud, para que nuestro amigo conserve la alegría y el caudal de calma necesario a sus robustas producciones.”

             El destino tiene sus modos misteriosos. Aquel incidente de salud de Rufinita en el año 1886 había sido muy similar al sufrido por Andrea, la hijita de Andrés, el protagonista de Sin rumbo, publicado en 1885 y de rutilante éxito de ventas. En la novela, la niña muere y desemboca en el abrupto final. Eugenio habrá sufrido el malestar de Rufina por partida doble. Habrá sentido culpa, tal vez. Es que su libro encerraba oraciones terriblemente premonitorias, que tendrían mayor significado trece años después. Eugenio dejaba para la posteridad sus miedos más terroríficos, y quizá, un presentimiento inexplicable, que más adelante cobraría un sentido espeluznante.

             “Una de esas intuiciones misteriosas, la voz del corazón que no engaña, anunciándole alguna desgracia, alguna horrible desgracia.”

             “¿Tenía acaso miedo que su hija se enfermera, se muriera?”

             “No podía adquirir más seguro indicio de que iba a vivir sana largos años. ¡Si eran realmente insensatos y pueriles sus sobresaltos!”

             En 1887, Eugenio Cambaceres publicó su última novela: En la sangre. Enorme éxitos de ventas y escándalo de repercusiones. Sin embargo, esta vez, son más las voces que simpatizan con el escritor endiablado. Hay cierto consenso sobre la validez de la obra. Como era habitual en épocas convulsionadas, la familia Cambaceres viajó a Europa. Pero había otra excusa para volver al Viejo Continente. Eugenio había sido nombrado delegado para la futura Exposición Universal a celebrarse en dos años, con motivo del centenario de la Revolución Francesa. Su jefe era Antonino Cambaceres.

Llegaron y al día siguiente fueron al registro civil. El 30 de octubre, con la presencia de los mínimos testigos requeridos por la ley: los tíos del novio (Pedro Alais, Romualdo Alais y Federico Álvarez de Toledo), Eugenio Modesto de las Mercedes Cambaceres Alais y Luisa Estefanía Bacichi Bonazza contrajeron matrimonio. La sencilla boda se celebró en el ayuntamiento del Huitième arrondissement, uno de los distritos parisinos más exclusivos. Y aunque trataron de ocultar la unión, se terminó filtrando a los pocos días, en Le Journal des débats politiques et littéraires de su edición del 3 de noviembre. En la sección Publications de Mariages aparece muy disimuladamente el siguiente texto:

Casamiento Eugenio y Luisa

Acorde a la nueva posición mundial de la nación argentina, la superficie conseguida por el delegado Cambaceres resultaba inmejorable, pues se ubicaba al pie de la Torre Eiffel, cerca de la estación Saint Lazare y en medio de los jardines del Río Sena, en donde el desfiladero de gente sería mayor. Convencer a las autoridades francesas fue una ardua tarea, pero finalmente accedieron a permitir que Argentina tuviese su tienda de campaña independiente del resto de las naciones latinas.

Pabellón Argentino 1888, AGN
Pabellón argentino en la Exposición Universal de París, 1888.

Pero la exposición tuvo un costado oscuro que otra vez protagonizó el destino, que se ensañó con los Cambaceres. Primero fue Antonino, que murió el jueves 27 de noviembre de 1888 de un ataque de apoplejía. Lo sucedió en el cargo su hermano Eugenio, que por aquel tiempo sufría un recrudecimiento de su enfermedad. Entonces decide escribir su testamento a principios de 1889, en París. Poco tiempo antes de la inauguración oficial de la exposición, prefirió volver a su tierra. Quienes pudieron verlo durante sus últimos días en Francia, lo recuerdan en un penoso estado y hasta dudaban que lograra completar el viaje. Pero finalmente llegaron el 26 de mayo y se instalaron en la casa de su amigo, el vicepresidente Carlos Pellegrini.

El reloj marcó las 23:30 del viernes 14 de junio de 1889. Eugenio Cambaceres pronunció, sin saberlo, sin que Luisa lo advirtiera, sus últimas palabras.

—Tengo frío.

Ella lo tapó con las mantas.

Eugenio le regaló una última mirada tierna, cerró los ojos, y se durmió.

Se quedaron entrelazados con sus manos derechas. En algún momento, las fuerzas de Eugenio desaparecieron; la presión se esfumó, y Luisa supo que en ese cuerpo ya no habitaba más el hombre más importante de su vida. Ya no estaba; se había ido.

Aunque Luisa sabía que ese cuerpo ya no contenía el espíritu invisible de su gran compañero, le siguió contando cosas irrelevantes en voz baja.

Se levantó de la silla sin demostrar el dolor desbordante que la invadía. Rufina seguía durmiendo a los pies de su padre, como si continuara estando allí; más no lo estaba. La imagen la conmovió. Dormían ambos. La niña con su cabellera desprolija sobre las canillas de su padre, sin percibir nada, completamente inconsciente. Por alguna inexplicable causa, cayó en la cuenta que Eugenio jamás había ejercido la menor violencia sobre su hija. Ni una palmadita aleccionadora, ni un tono de voz un poco más elevado o un castigo; ni siquiera una amenaza o una advertencia.

Cuando Rufinita despertó, Luisa seleccionó cuidadosamente las palabras para anunciar lo que era más que evidente:

—Ha ocurrido algo muy triste, hijita mía —pronunció, con la voz endeble. Tragó saliva y continuó con mayor entereza—. Papito ha muerto. Ya no estará con nosotras porque ha dejado de vivir.

Se miraron a los ojos. El rostro de la niña empalideció.

—Los médicos no han podido curarlo, mi vida. Le enfermedad le ha causado la muerte. Lo lamento mucho, mi niña.

Se abrazaron con fuerza y lloraron juntas. La hija de pie; su madre arrodillada. Las palabras de Luisa habían sido duras, pero exactas. Era lo mejor. Era la verdad. No olvidaría jamás en su vida el llanto de su pequeña. Sería la única vez que la oiría sufrir de ese modo.

Luego de enviudar, Luisa comenzó a gestionar la herencia. Se encontró con una inesperada situación de descalabro económico.

Rápidamente tomó conocimiento que en las cuentas bancarias había muy poco dinero y una buena cantidad de acreedores que reclamaban el pago de deudas.

Para colmo, no le permitían utilizar el efectivo de las cuentas. Para acceder a él, debía recurrir a su abogado y presentar una nota, cuyo proceso demoraba más de lo que necesitaba para poder pagar a tiempo los vencimientos de los créditos que Eugenio había tomado.

Para su sorpresa, había propiedades hipotecadas, algunas hasta con doble hipoteca, y para su indignación, un testamento austero, donde no figuraba ni la mitad de todo lo que había pertenecido a Eugenio.

Para evitar caer en la más estrepitosa bancarrota, se adaptó a la nueva situación. Obtuvo nuevos préstamos para pagar las deudas y los vencimientos. Achicó el servicio doméstico, abandonó los hábitos dispendiosos, los viajes al exterior, los paseos de compras, los abonos de teatro y se concentró en no perder las propiedades, que era lo único que les quedaba a ella y a su hija. En cambio, los Cambaceres intentroan reventar las tierras y las casas que heredaron o se disputaban con Luisa, para mantener su pomposo estilo de vida. La vinculación con los familiares de Eugenio se deterioró casi al punto de interrumpir todas sus relaciones. En 1893 decidió poner en arrendamiento la estancia El Quemado, de General Alvear, Provincia de Buenos Aires. Se presentó para arrendar el campo un hombre llamado Hipólito Irigoyen. Ella lo conocía de nombre, sabía quién era, a qué se dedicaba, pero nunca lo había visto en su vida. El mismo día de la firma del contrato trabaron amistad y acordaron de palabra, sin papeles ni rúbricas. Luisa quedó cautivada por la personalidad especial de su nuevo amigo, de quien se enamoraría perdidamente. Él era un hombre con un resplandor que lo diferencia de todos los hombres, y lo aceptó como era, con sus luces que la encandilaban y con sus defectos y su misión sagrada en la vida, que no era precisamente dedicarse a la apacible vida campestre y de compromiso marital. Lo amó con fervor, y desde el principio supo cómo sería la relación. Ella no precisaba más de lo que él podía darle, y así fueron felices durante los diez años que convivieron en El Quemado. Rufinita creció y encontró en don Hipólito (como ella lo llamaba), la figura paternal que desde los seis años adolecía. En 1896, a los 41 años de edad, Luisa quedó embarazada. Al año siguiente, el 7 de marzo, nació Luis Herman. Ella quería ponerle Luis Hipólito, pero el padre la convenció que así evidenciaba de quién era hijo, y eso significaba un peligro. En aquellos días de revoluciones, donde los asuntos políticos se decidían a los tiros y bombas, una familia representaba una debilidad. Por eso, durante mucho tiempo, Luisa, Luisito y Rufina vivieron en las sombras, casi como si no existieran, preservadas de los peligros de la ciudad en su campo de General Alvear.

Por aquel entonces, la hermana menor de Luisa se había casado con Ewald Cords, un alemán que vivía hacía quince años en Buenos Aires y era viudo. Sus tres hijos, dos alemanes y uno nacido en Argentina, los crio María como si fueran propios. Ellos eran las únicas visitas que recibían de vez en cuando. Los hijos de la tía María eran lo más cercano a un amigo que tenía Rufina.  Los viajes que Luisa organizaba para ir a Buenos Aires perseguían la idea de que su hija se relacionara con otras niñas. Aunque no consiguió amistades sólidas, llegó a tratarse con algunas chicas como las hermanas Isabel y Florentina Moreno Vivot.

En 1897 Rufina comenzó sus estudios particulares. Se destacaba en todos sus aprendizajes. Hablaba cinco idiomas, era muy culta e inteligente. La influencia de don Hipólito fue fundamental para formar sus ideas. Le interesan los temas sociales, la historia universal, la filosofía y la música. Recibía lecciones de piano en la estancia con un profesor y también era ayudada por su propia madre.  Aunque era bastante tímida y callada, obtuvo el carácter de su madre. Le gustaban las largas charlas con su madre y con don Hipólito. Les hacía muchas preguntas y leía publicaciones feministas a escondidas. No era una señorita de sociedad más. Su personalidad era compleja y se fue moldeando con la libertad casi total que tenía en la seguridad del campo, aunque le faltara el roce de la ciudad. Cuando se convirtió en la Señorita Rufina y se puso sus primeros vestidos largos, ya la perseguían los mejores candidatos. Cada viaje a Buenos Aires despertaba una tormenta de repercusiones en el barrio. Pero ella era indiferente, y su madre tampoco colaboraba; la preservaba. Luisa pretendía para ella lo mejor, y primero quería que completara sus estudios. Luego sería el tiempo de socializar, demostrar sus habilidades artísticas y recién cuando hubiese finalizado con esa etapa, podría seleccionar un novio. Aunque le dolía pensar que su hija algún día se le fuera con un hombre, le permitiría elegir; no le impondría ninguno de los convenientes caballeros que querían casarla. Y así ocurrió. Durante una de sus habituales conversaciones de horas, la hija le confesó a la madre, con miedo y mucha timidez, que había conocido a un muchacho. Él le llevaba ocho años, no pertenecía a una familia tradicional, pero la había conmovido. Luisa lo conocía, no creía que fuese el candidato apropiado, pero respetaba y aceptaba la decisión de Rufina. El noviazgo se inició, pero los novios se veían poco. Ambos vivían en las afueras, sobre todo él, que era un importante hombre de negocios que vivía entre Punta Arenas y Buenos Aires. Mientras tanto, la vida social de Rufina se intensificaba. Tuvo su presentación en sociedad durante la celebración del aniversario cincuenta del Club del Progreso. Participaba de tertulias en compañía de su madre y alguna prima. Era admirada por los varones y envidiada por las señoritas. Se distinguía por sus intereses poco comunes, por su cultura superlativa, la claridad con la que se expresaba y sus extraordinarias habilidades para la ilustración y el piano.

Firma Rufina Cambaceres cuaderno inglés 1892
Firma de Rufina Cambaceres en su libro de inglés de 1892.

El 31 de mayo de 1902 Rufina cumplía 19 años. Era otoño, se acercaba el invierno, pero en Barracas era un día cálido, casi sin nubes; ideal para celebrar un cumpleaños a lo grande, como Luisa dispuso que se festejara el aniversario de su hija.

La cumpleañera debía levantarse temprano, en un horario que acostumbraba dormir. Sería una larga y extenuante jornada, pero al final esperaba la ópera. Sería el broche de oro de un día inolvidable. Antes que llegaran los invitados para saludarla, Rufina pegó una ojeada a la sección de teatros de La Nación:

Politeama Argentino—Empresa A. Bernabei—Compañía lírica italiana, de la cual forman parte María Barrientos y Emma Carelli—Maestro concertino y director de orquesta, cav. Arnaldo Conti—Hoy sábado 31: La bohème—A las 8.30.

Los ojos se le llenaron de lágrimas. ¡Por fin iba a escuchar cantar a la catalana y a la napolitana! ¡Tan célebres, tan divas, tan hermosas! ¡El día tan esperado había llegado! ¡Sería la noche más inolvidable de su vida!

La mansión de Montes de Oca 269 se fue llenando de gente desde la mañana. La casa se encontraba engalanada como en sus mejores épocas. Rufina era una jovencita muy apreciada en la familia y ahora también en la sociedad. Quienes tuvieron el privilegio de conocerla la adoraban: era noble, inocente, inteligente, culta, simpática, talentosa, un poco callada, pero muy hermosa. Las chicas de su edad la envidiaban y los varones la veneraban; se enamoraban.

Lentamente, la casa se fue llenando de grandes sombreros, de galeras y polainas, hebillas y botones. Cuando se hicieron las once, el salón principal y una parte del jardín estaban plagados de ilustres caballeros, elegantes damas ataviadas de amplios faldones y abundantes puntillas. Fraques y bigotes, faldas abullonadas y mitones de encaje que desfilaban por los amplios ambientes de la mansión. Se hablaba de dos cuestiones: la impresionante belleza de la señorita Rufina y la resolución pacífica del litigio territorial con Chile. La gestión de Francisco Moreno había sido decisiva. Su tesis sobre los criterios para definir los límites geográficos se impusieron sobre los de su par chileno. Era el hombre de la reunión. Con su notable intervención se había convertido en el patriota del año. Todos querían felicitar al futuro perito y estar junto a él, que además, también cumplía años. Pero sería imposible, pues don Francisco celebraba en algún lugar remoto de la Patagonia, con tres amigos.

Ese día era especial por algo más. Pocos los sabían, pero ese día iba a estar acompañada por su novio. Aunque era muy celosa de su vida privada y prefería mantener la relación en secreto; al menos por el momento.

Después del almuerzo fue el momento de la torta y el brindis. Una orquesta tocaba las piezas sinfónicas preferidas de Rufina, mientras ella brindaba con todos y recibía cantidades ingentes de besos, abrazos y regalos. Hubo baile de valses, mazurkas y pavanas. Luego llegó el momento más emotivo de la jornada. La homenajeada se sentó al piano y deleitó a los presentes con dos interpretaciones maravillosas: la adaptación del Intermezzo de Cavalleria rusticana y la Marcha turca de Las ruinas de Atenas de Beethoven.

escena del piano

A las cinco se organizó el tradicional té en el salón chino de la mansión. El tiempo apremiaba, y un poco antes de la seis, Rufina se retiró junto a su prima Elisa Casares y Margarita, la niñera de su hermanito Luis, para cambiarse.

Ellas bromeaban con su anatomía. Decían que era muy afortunada; se quejaban, decían que la madre naturaleza había sido injusta en el reparto de belleza; resaltaban la firmeza y el tamaño del busto;  le recomendaban que demorara en casarse; que disfrutara la soltería; que hiciera uso y abuso. No podían interrumpir las carcajadas. Era un precioso vestido blanco. Era de cola breve y un fino escote moderado que resaltaba la figura imponente de la debutante en teatros.

—¡Ay, Rufinita, qué hermoso te queda! —exclamó Elisa, admirada.

Rufina Cambaceres en lapiz

Después de vestirse, Rufina se quedó sola. Eran las seis de la tarde. No se sentía bien. Algún malestar interno la aquejaba. Fue hasta el baño, se miró en el espejo y se vio desmejorada; tenía la tez más pálida de lo normal, ojeras y aspecto enfermizo. Intentó ignorar esa inoportuna indisposición y volvió a su dormitorio para colocarse el sombrero.

Todo el mundo ignoraba las dificultades que atravesaba en ese momento Rufina, que ahora yacía en el piso, sin conocimiento, tal vez ya muerta.

No tardaron en descubrirla. Su madre, impaciente por la demora, se dirigió al dormitorio de su hija y la encontró tirada en el suelo, frente al espejo, con un sombrero en la mano derecha. De desesperó, clamó por ayuda a los gritos. Mandó a buscar un médico, mientras auxiliaba a Rufina. Enfrente de la mansión estaba la Casa de Expósitos, en donde el doctor Ruiz Huidobro estaba de guardia. Él se apersonó y dictaminó que Rufina había sufrido un síncope, es decir, lo que hoy se conoce como muerte súbita. Lo que era una fiesta se transformó en un velatorio.

            El mulaterío femenino de la casa se encontraba consternado en la dependencia del servicio, comentando lo inexplicable; lo inentendible. Se había congregado un numeroso grupo de curiosos al pie del pórtico de la mansión, casi como exigiendo saber. Había una gran expectación. Ya se voceaba por toda la vecindad sobre la muerte de Rufina Cambaceres. La noticia; terrible, devastadora; había cundido por la ciudad, incluso hasta llegar a los grandes centros sociales.

Al día siguiente, por la tarde, se realizó el sepelio y la inhumación del cuerpo de Rufina Cambaceres en el Cementerio del Norte, en la bóveda de la familia Cambacérès.

Caras y Caretas 192 - Necrológica (CyC)

La Nación 1-6-902 p8, Recorte necrología
La Nación. 1 de junio de 1902.
La Prensa 1-6-902 p8, Recorte aviso fúnebre Rufina
La Nación. 1 de junio de 1902.

La Nación 2-6-902 p5, Recorte necrología

La Nación. 2 de junio de 1902.

Fotografía Ortuño, CyC 1901

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